Hace ya mucho que percibo que las mas refinadas representaciones de lo humano, —desde la exaltación del atributo físico, se encuentran en la fotografía de moda. Sus regodeos formales suelen encerrar intenciones simbólicas mas o menos claras. Tanto el rostro como las manos retienen evidencias de lo vivido. Son extraordinariamente narrativos. Hablan del trabajo que hemos realizado, e incluso del que hemos dejado de hacer. también del gesto, tanto público como privado. Damos la mano a los caballeros y besamos las de las damas. Acciones de reconocimiento y paz.

En casi todas las culturas las manos son instrumentos de comunicación y emblemas de poder. Saludan, bendicen, juran, ordenan y acarician: gestos codificantes. Su uso en la representación simbólica occidental apunta a un retrato de signo discreto pero de alta elocuencia. Al estilo de una breve biografía. Desde el Renacimiento eran prueba del virtuosismo y metáfora de la dignidad humana recuperada. Los genios de entonces le prestaron la atención que merecían.

Esta que nos ocupa es para mí, perturbadora. Se sostiene en un delicado equilibrio entre dos afirmaciones potentes. El interés y el recogimiento. Un recorrido por el perfil izquierdo de la modelo, desde la intimidad que las sombras le conceden, fuerza nuestra mirada hasta su mano izquierda —y me permito aquí el uso del término latino sinister —solo como opuesto a dexter, derecho o diestro. Para los romanos, como en cierta medida para las narrativas del consumo moderno, lo favorable aparece desde la derecha y lo desfavorable desde la izquierda.

Una vez que posamos la atención en ese dorso apacible, estamos perdidos. Reposa sobre el hombro formando un cierre delicado con la mano derecha, apenas visible. Esta imagen fue cortada con toda intención por el director de arte. La que nos deja transmite un poder enorme desde la contención. El cándido cierre representa la relación entre interioridad y acción. La mano propuesta tiene una densidad casi inédita, como un instrumento detenido entre la atención —el espíritu atento— de esta enigmática mujer y el mundo exterior. Entre ella y nosotros. La extremidad perfecta que imponen sus dedos afinados y las cuidadas uñas alude a la también perfección ejecutora de lo que su mente considera.

En ella también podemos leer inhibiciones, sublimaciones, también dominio de sí misma. Como concepto no aporta nada nuevo, ni falta que hace. Freud y Lacan lo vieron hace mucho como interfaz entre deseo y realidad. Se puede engañar desde el rostro, no desde la mano. Porque un temblor mínimo, la tensión un gesto plegado a medio camino entre lo voluntario y lo involuntario, son expresiones delatoras. Esta mano en particular —en tanto nos privan de la interacción con su pareja— es asombrosamente gesticulante desde su inmovilidad. Se convierte en retórica corporal que invita a considerar la belleza casi segura de su subjetividad.

Mirando esta fotografía no puedo dejar de sentirme acariciado. La modelo me provoca un pequeño tormento cuyos síntomas son culturales. Me interpela desde un universo en el que su cuerpo retraído no está expuesto al trabajo manual ni al deterioro. Invita a entrar como lo hacen las sábanas recién lavadas. Un inocente intento de preservar la ilusión de integridad, de mantener mi superficie intacta de las garras del polvo y el tiempo.

Al parecer, Armani me quiere salvar de lo rugoso, del desgaste y de la mortalidad desde unos dedos largos y pálidos, casi traslúcidos. Desde el blando poder de su sofisticación, Armani me propone una existencia como consumidor selecto, exclusivo. Pero estoy tan perdido en la interrogante que no tengo la menor idea de lo que tengo que comprar.