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Uvas verdes

Noviembre 11, 2025 | Por R10
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No va a ocurrir, por supuesto, pero imaginemos que, de repente, el pueblo egipcio —no ya en una primavera, sino en un otoño árabe— decide que su pasado es oprobioso y que todas sus evidencias físicas, huellas y monumentos deben ser arrasados. Se lanzan a recorrer con antorchas la vertiente occidental del Nilo —su orilla de los muertos: Guiza, Saqqara, Luxor, Tebas, Abu Simbel— en un torbellino de destrucción casi telúrico, para reescribir la historia desde el punto de vista del oprimido, de aquellos primeros obreros, panaderos y escribas.

¿Tendría algún sentido? ¿Cuántos ofendidos demandaría semejante esfuerzo y por cuánto tiempo? Una matemática simple y aproximativa revelaría que serían necesarios entre 300 000 y 600 000 indignados. Cada uno de ellos tendría que mover alrededor de seis bloques de entre dos y tres toneladas en un plazo de diez años, solo para destruir la Gran Pirámide.

¿Qué tal si se les ocurriera la idea de tirar la esfinge al río?

Con viento a favor, y disponiendo de toda la tecnología actual, necesitarían entre tres mil y cinco mil obreros especializados, un presupuesto cercano a quinientos millones de dólares y unos veinte o treinta años. Mejor dejarla donde está.

¿Cómo operaría la moral en este caso?

Que lo que un día pudo ser considerado culposo se vuelva patrimonio es solo cuestión de tiempo. A diferencia de las estatuas ligeras de Cristóbal Colón —todavía calientes en el debate público—, las monumentales de los faraones se han enfriado con los siglos y ya no son centro de discusión alguna. Su violencia es hoy “demasiado histórica”, y la historia, una vez catalogada y archivada, pierde todo su filo moral. La crueldad antigua es ahora una categoría estética, y su sufrimiento, un contexto residual. Sus atrocidades están tan fosilizadas como el Tyrannosaurus rex del museo de historia natural. Como gestos de justicia poética derribamos solo las estatuas que podemos derribar: las de poco peso, ubicadas a una altura prudente. La de un faraón de noventa toneladas sería calificada de vandalismo cultural contra la civilización. La diferencia entre ambos casos no es moral, sino cronológica y logística.

Ramsés II libró varias campañas militares contra los hititas, en la actual Siria y en Nubia, y otras para asegurar el control de las rutas comerciales hacia el sur. Lanzó operaciones en Canaán para reafirmar la presencia egipcia en Asia occidental; todas fueron plasmadas en relieves y templos, consolidando su imagen de guerrero divino y protector del maat (orden universal). ¿Cuántos esclavos creen que llevó a Egipto para ofrecerles residencia permanente en ventilados asentamientos junto a proyectos monumentales como los templos de Abu Simbel, el Ramesseum y las ampliaciones de Karnak y Luxor?

La historia se ha encargado de catalogar estas empresas como “esfuerzo colectivo”, con una serenidad casi pastoral, como si millones de personas hubieran decidido —por inspiración cívica y preturística— abandonar a sus familias para tostarse bajo el nutricio sol del desierto. Ese “trabajo voluntario” ha reemplazado cualquier sospecha de explotación por una inverosímil devoción a la piedra. Nadie parece hoy inquietarse por el detallito de que semejantes empresas demandaran generaciones enteras de cuerpos reemplazables, alimentados a pan y cebolla, instruidos para servir al orden divino de un rey que, al morir, ascendería al cielo sobre sus huesos. La épica monumental seca el llanto de los hombres.

Perdonamos muy fácilmente el sufrimiento cuando su resultado es majestuoso. Nadie pide derribar las pirámides, ni los templos mayas, ni los muros imperiales chinos. Sus muertos anónimos están incorporados a la belleza de los muros. Mucho más rápido perdona el Ministerio del Turismo —y con él, la narrativa nacional—. La perfección de su geometría vuelve invisibles las manos que las alzaron. Permanecerán porque elegimos mirarlas “de esa manera”.

No quiero hablar de todos los creyentes modernos que visitan el Coliseo romano y posan, y se hacen selfies ante sus muros, detrás de los cuales fueron entregados a los leones los primeros cristianos.

Muchas civilizaciones primitivas y brutales son consideradas hoy fundacionales, y sus monumentos se alzan indemnes como símbolos de identidad y orgullo nacional. Cuestionarlas equivaldría a dinamitar la raíz misma del sentido de nación. Los sacrificios mexicas, que fueron rituales de control político y religioso, son ahora “manifestaciones de una profunda cosmovisión”: una forma de entender el equilibrio entre la vida, la muerte y el cosmos. Esos sacrificios fueron apresuradamente convertidos en patrimonio cultural. Los últimos tuvieron lugar entre 1519 y 1521, durante la caída de Tenochtitlán. Para entonces estaban activas, desde hacía siglos, las universidades de Bolonia, Oxford, Cambridge, la Sorbona, Salamanca, Coímbra, Valladolid, Padua, Heidelberg y Cracovia... Solo una referencia temporal.

Aprender a mirar la historia con mesura es aprender a preservarla. No significa celebrar ciegamente cada episodio, ni borrar los que nos resultan intolerables. Cada piedra puede ser considerada tanto evidencia de la grandeza humana como de su fragilidad e imperfección. Cada una forma parte de un tablero, de una estructura que deberá ser leída por las generaciones venideras. Removerlas, borrarlas, es volverlas ilegibles, inservibles para extraer de ellas experiencia. Tenerlas a la mano —aunque sea en los sótanos más profundos— es permitirles a los hombres y a las mujeres mirarse en los espejos más honestos.

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