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Gustav Klimt, Muerte y vida (1910–1915), Museo Leopold, Viena. En noviembre de 2022, activistas climáticos del grupo “Última Generación” arrojaron un líquido negro sobre la pintura para denunciar la crisis climática. La obra, que enfrenta la figura de la Muerte con un grupo que simboliza la vida, no sufrió daños permanentes gracias al cristal protector.

¡Pero serás tonto!

Octubre 28, 2025 | Por R10
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No hace mucho encontré en Facebook un post que consideraba que “a veces… destruir arte es arte”. Ilustraba la sentencia con tres ejemplos que, a mi modo de ver, no tienen demasiado que ver el uno con el otro. Detengámonos en ellos, uno por uno.

La mañana del 15 de noviembre de 2022, dos activistas del grupo Letzte Generation (Last Generation Austria) arrojaron un líquido negro aceitoso sobre el cuadro Tod und Leben de Gustav Klimt, expuesto en el Leopold Museum de Viena. Klimt comienza esa pieza en 1910 y la retocó muchas veces durante los seis años siguientes. Es probable que tuviera dudas, porque ciertamente es un tema de tanto calado, de tanto peso simbólico, que al menor descuido se inclina a lo pueril. De Klimt —aunque es una pieza clave del modernismo austríaco— es de las que menos me gustan.

El ataque fue una protesta contra la industria de los combustibles fósiles en Austria —en particular contra la empresa OMV, que ese mismo día patrocinaba al museo por el día de San Leopold—. No hubo daño permanente. No puede calificarse de iconoclasia, pues su intención fue la de realizar una acción performativa de carácter político. También he leído que este tipo de incidentes debería obligar a los museos a repensar su rol ante las crisis sociales o ambientales, en tanto hoy una obra de arte adquiere la capacidad de desplazarse de objeto de contemplación a vehículo de movilización simbólica. ¡Vaya tontería más grande!

El cuadro destruido por Banksy se vende por más de 21 millones de euros.
Se trata de un récord para el artista de Bristol; hasta entonces, su obra más cara era Game Changer, un dibujo donado durante la pandemia, cuyos fondos se destinaron al sistema sanitario británico.

El segundo ejemplo es la destrucción en directo de la pieza Girl with Balloon.

El 5 de octubre de 2018 se llevó a cabo en Londres una subasta de Sotheby’s. Entre las obras estaba Girl with Balloon, realizada por Banksy en 2002, una de sus imágenes más icónicas: una serigrafía sobre lienzo, enmarcada. Al caer el martillo por £1,042,000, se activó un mecanismo oculto en el marco. La obra se deslizó y una trituradora, también oculta en el marco, cortó la mitad inferior en tiras.

Banksy había instalado el mecanismo años antes, con la intención de que la obra se “autodestruyera” si llegaba a subastarse. Fue una acción personal en contra de la mercantilización del arte. Un gesto deliberado que convierte el acto de destrucción en creación. De hecho, lo que quedó del original —y me queda la duda de que no fuera también algo deliberado— provocó que el propio artista rebautizara la pieza como Love is in the Bin, 2018. En este caso la destrucción no vino de fuera, sino del autor. Y creó una nueva obra, que multiplicó su valor. Esto tiene mucha tela. Pero, a fin de cuentas, Banksy “destruyó” una pieza que, de alguna manera, fue y seguía siendo suya.

Sotheby’s volvió a venderla por 18.6 millones de libras en octubre de 2021, desbloqueando un inesperado nivel de fetichización. El caso reforzó el debate en el arte contemporáneo: ¿la destrucción deliberada puede ser también un acto creativo y crítico?

Aunque la ficha de la obra indica que el jarrón era de la dinastía Han y así lo ha declarado el artista, la falta de documentación pública exhaustiva de su procedencia y autenticación hace que su estatus como pieza patrimonial ‘irreemplazable’ quede en parte indeterminado. Sin embargo, esto no restaría importancia al gesto artístico. Apenas lo enmarca dentro de una estrategia que pone precisamente en cuestión la noción de autenticidad, valor y patrimonio.

El tercer caso.

En 1995 el artista chino Ai Weiwei deja caer un jarrón de la dinastía Han (de aprox. 2,000 años de antigüedad). La acción quedó registrada en tres momentos: sostiene la pieza, la suelta y la ve en añicos, en el suelo.

En mi opinión, Ai Weiwei perpetra una acción artística —porque esa fue su intención—, pero también criminal, con alevosía y ensañamiento. Porque es un acto bastante premeditado. Se aseguró de disponer de una cámara para documentarlo y hacerlo público. Aspira a transformar su acto de destrucción en mito cultural, fijando para la eternidad su imagen de transgresor absoluto.

Ai Weiwei desafía la sacralización del patrimonio, protegido de toda intervención crítica. Denuncia, además, el poder del Estado chino de controlar qué objetos sacralizan como “tesoros nacionales”. Al destruir un objeto milenario de tan alto valor económico y simbólico, expone la tensión entre valor material y valor conceptual. Y es posible que quiera modificar el sistema de valores vigentes. Dicho de forma sencilla: hacer creer al sistema que el jarrón que hizo añicos vale menos que el performance y la documentación que lo reemplazan.

Desde la otra orilla, ante la dificultad de comerciar alegremente con escasos jarrones de dos mil años, es una excelente idea de marketing vender el crimen —con toda su carga política, faltaba más— en tantas ediciones como sea posible, por un valor incluso superior. Dos pruebas de autor y una edición de diez, por ejemplo.

La industria ha considerado el gesto como una acción contra la historia que produce un nuevo objeto crítico: uno que confronta la forma en que el régimen comunista y el mercado del arte instrumentalizan el pasado. Y proponen otra tontería: reconsiderar el peso de la tradición ante las urgencias del presente.

Que no se me entienda mal. No hay nada más encantador que ocuparse del presente. Pero, del mismo modo en que no rompemos nuestras fotografías de la niñez —cuando éramos vulnerables y estúpidos—, tampoco necesitamos destruir jarrones de 2,000 años para proponer o afirmar un nuevo orden, civil, económico, histórico o lo que se quiera.

He dividido estas reflexiones en varias partes. En la siguiente me quiero referir al enervante placer, al vértigo casi narcótico que produce cualquier acto de destrucción: disfrutar de esa descarga brutal, intoxicante y eufórica de dopamina que nos hace sentir como auténticos animales.

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