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Frederick Wellington Ruckstull creó este monumento por encargo de las Hijas de la Confederación de Maryland. En 2017, manifestantes lo salpicaron con pintura roja. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.

Monuments

31 de octubre de 2025 | Por R10
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Terminé el texto anterior hablando de lo que le ha ocurrido a mi país luego de desmantelar prácticamente todos los vestigios de su pasado republicano. Los revolucionarios abolieron hasta las zapaterías privadas. Les cambiaron nombres tan graciosos como «La Cenicienta» por la Unidad 256 de Reparación General de Calzado. Las despojaron de todo signo de identidad, de toda señal de pertenencia. Donde una vez hubo un dueño previsor y dos, tres o cuatro zapateros, ocuparon el espacio un director y un vicedirector, un administrador, un representante del Partido Comunista, dos contadores y un único zapatero que remendaba, aturdido por la cantidad de personas que tan atentamente lo miraban.

Quiero creer, y me baso en evidencias empíricas, que mi mundo, que es el del diseño gráfico —y hablo de la gran mayoría de los diseñadores y profesionales afines—, no permitiría hoy que enardecidos manifestantes —y con mucha razón— destrozaran o quemaran los cientos de carteles políticos que se hicieron durante los últimos treinta o cuarenta años. Y eran casi todos carteles que alabaron un sistema fallido y leonino, que blanquearon el engaño y que intentaron manipular a las masas desde todas las ópticas. Es la memoria del cartel cubano. Es la que es, la que existe y la que debemos estudiar para entender lo que ha sido, su evolución y su presente.

Lo anterior, por supuesto, no tiene nada que ver con las estatuas de los confederados. Pero cada grupo social tiene sus fobias y sus filias. Y, a priori, no hay ninguna por encima de la otra.

Yo no tengo ningún problema con sacar de la vista signos que ya no representan a casi nadie y nos hablan de un pasado doloroso, difícil de superar, cuya sola mención altera, enardece y hace la respiración densa y profunda. Ningún problema.

Hay alternativas más civilizadas a la destrucción, a lo que Roma denominaba damnatio memoriae —la anulación de los emperadores derrotados, como si nunca hubieran existido—. Soluciones que proponen nuevos discursos y una revisión menos violenta que, con suerte, no generará odios renovados.

La escultura de Kara Walker, “Unmanned Drone”, creada a partir de piezas reordenadas de una estatua ecuestre retirada del general confederado Stonewall Jackson, es la pieza central de “Monuments”, que se inaugura el 23 de octubre en Los Ángeles. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.

Monuments

Es lo que propone, por citar un ejemplo, la exposición Monuments, repartida entre el Geffen Contemporary del MOCA y The Brick, en Los Ángeles. Un ejercicio nada común, una mirada al pasado sin borrarlo ni glorificarlo. En sus espacios dialogan los restos físicos de los monumentos confederados retirados en los últimos años y las obras de artistas contemporáneos, en su mayoría afroamericanos. Sin aspirar a resolver del todo la tensión que las separa, intenta encontrar el punto en el que la memoria histórica y las sensibilidades actuales alcanzan un estado de equilibrio o de reposo, aunque sea precario.

El debate que le dio origen surge de una fractura social y simbólica. De un lado, quienes defienden las esculturas confederadas como patrimonio —insistiendo en su valor histórico, sin considerar su carga ideológica—, y del otro, quienes las toman por reliquias del racismo, incompatibles con una sociedad moderna que busca justicia e inclusión. Ambos argumentos contienen razones válidas y excesos. La preservación puede suponer una taimada complicidad, y su eliminación, una tabula rasa donde se pueda, con narrativas oportunistas, reformular la historia a placer.

El monumento ecuestre doble de Laura Gardin Fraser a Robert E. Lee y Stonewall Jackson, con un grafiti reciente, en el Geffen Contemporary, MOCA. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.

Frente a esas posiciones irreductibles, los curadores Hamza Walker y Bennett Simpson, junto a la artista Kara Walker, proponen algo intermedio: someter los monumentos caídos a una mirada bastante inédita. El simple hecho de sacarlos de las plazas y avenidas y reubicarlos en una galería, sin los pedestales, sin las inscripciones, les hace perder bastante autoridad. Como el frío cadáver de un enemigo, donde veremos que, además de ser odioso, tenía lunares, una pierna más larga que la otra, pelos en la nariz. Que, en lo puramente matérico, no es algo totalmente ajeno. En su nueva altura, estas representaciones no van mucho más allá de ser materia cultural para ser reinterpretada, analizada e incluso desafiada.

El arte suele ser lo que siempre ha sido, al menos en parte, un mediador cultural. Sin pretensión de juicio o absolución, abre espacio a la mirada y ralentiza el juicio moral. Las esculturas confederadas, despojadas de su aura heroica, comparten el terreno con obras que cuestionan sus matrices de sentido. Algunas son abiertamente críticas; otras, introspectivas. La convivencia entre ambas crea una fricción controlada, una conversación que ni el rechazo ni la veneración habrían permitido.

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Los retratos fotográficos de miembros del Ku Klux Klan de Andrés Serrano, de 1990, se enfrentan a una estatua neoclásica de 1907 de Jefferson Davis derribada, en el Geffen Contemporary del MOCA. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.

Los visitantes no son convocados a elegir un bando, sino a sostener la contradicción. Las sensibilidades enfrentadas —la que pide justicia y la que teme el borrado del pasado— se descubren ante una especie de tregua provisional. El museo, como espacio neutro, actúa como un laboratorio donde la historia puede ser desarmada y examinada sin la presión que debería soportar en la calle. Al ser tan exiguas, las distancias físicas se convierten en emocionales.

Kara Walker lo ilustra perfectamente. Su intervención sobre la estatua de Stonewall Jackson —fragmentada, reensamblada y convertida en un centauro— ni destruye ni restaura el original: lo transforma en algo imprevisto. Al alterar dramáticamente su estructura, revela su arquitectura interna, las uniones, su dependencia del sistema constructivo que lo sostiene. Al exponer sus debilidades, revela también, de forma simbólica, la inestabilidad del sistema que pretendió glorificar. Nos deja ante el recurso de entender antes de reaccionar.

La exposición también reúne obras en video, fotografía y escultura. Stan Douglas, Julie Dash y Nona Faustine examinan el legado racial de Estados Unidos desde la intimidad, la memoria colectiva o el duelo. Sus intervenciones no reemplazan los monumentos. Avanzan con ellos hacia un nuevo sistema de interpretación en el que son confrontados desde el intelecto, donde los sitúan dentro de un relato más amplio o menos exaltado sobre el poder y su representación.

La tensión entre memorias enfrentadas es uno de los ejes que la exposición pone a prueba. No creo que le interese exponer puntos de vista sobre la guerra civil o sobre el revisionismo histórico. Creo que es un movimiento curatorial que, desde algún punto de vista, reproduce la manera en que la psicología tradicional trataría de mediar entre las reacciones extremas de los implicados en un conflicto. Intentaría una desensibilización cognitiva; es decir, asociar el símbolo a un contexto neutro —absurdo casi—, como puede serlo el espacio observacional de una galería. Sin ninguna duda, reducirá la respuesta automática ansiosa. Y, con ello, daría lugar a una reestructuración cognitiva, donde los exaltados sustituirán sus pensamientos distorsionados —porque odiar a una estatua de bronce de alguna manera lo es— por percepciones más realistas y proporcionadas. Así pudiera funcionar si mirásemos esta muestra desde la posibilidad de buscar la sanación como reestructuración cognitiva.

En el MOCA, una obra contemporánea de Martin Puryear, a la izquierda, junto al monumento retirado Confederate Soldiers and Sailors Monument (1903). Nuestro crítico señala que la muestra colectiva “enfrenta los odios del pasado y del presente con una confianza asombrosa”. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.

No pretende reconciliar los extremos, sino contenerlos en un mismo marco. Considerar el arte como una plataforma diplomática, como un lenguaje capaz de sostener la tensión sin necesidad de resolverla. Tampoco va de sustituir las viejas figuras por otras más aceptables, sino de comprender las condiciones que las hicieron posibles. Si la historia no puede reescribirse, quizá sí pueda reencuadrarse. Esta exposición invita a hacerlo desde la calma, donde el pasado, el presente y sus heridas pueden ser mirados con la serenidad que solo el arte, a veces, permite.

Gallery

“Monuments nos exige mirar, sin simpatía ni prejuicio, bronces de los que se grita más de lo que se contempla”, escribe nuestro crítico. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.
Vista de la escultura de Walker con la anca de Little Sorrel, los estribos de Jackson y la cabeza del caballo emergiendo de la silla. La espada de Jackson cae de su mano. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.
En “Unmanned Drone”, de Walker, en The Brick, el hocico del caballo se fusiona con la cabeza de Stonewall Jackson, orientada hacia atrás. Crédito: Aleksey Kondratyev para The New York Times.
El escultor J. Maxwell Miller diseñó en 1917 este monumento a las Confederate Women of Maryland, en el que una madre sostiene a un soldado moribundo. Fue retirado de un espacio público en Baltimore en 2017 y la ciudad lo presta a “Monuments”, en el MOCA de
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