
El 8 de junio de 2020, la estatua de Edward Colston fue derribada de manera dramática como parte del movimiento Black Lives Matter en el Reino Unido. Cortesía de Alasdair Doggart.
Conservo en mis archivos un artículo que The New York Times publicó el 11 de junio de 2020. Todos recordarán que fueron unos meses particularmente revueltos. Lo actualizó el día 24, cuando aún resonaban las protestas por el asesinato de George Floyd en Minneapolis, el 25 de mayo de 2020, a manos de un policía de raza blanca. El crimen —grabado en video y difundido masivamente— desató una ola de indignación mundial contra el racismo sistémico y la violencia policial en Estados Unidos. Black Lives Matter alcanzó una escala sin precedentes, con manifestaciones diarias en todas las grandes ciudades del país y protestas solidarias en Europa y América Latina.

Las autoridades de Boston reportaron un acto de vandalismo contra una estatua de Cristóbal Colón. Le arrancaron la cabeza a la estatua y la dejaron a sus pies. En varias partes del mundo se vandalizaron estatuas de figuras históricas durante las protestas por la muerte de George Floyd.
En ese clima de agitación moral y política, las estatuas dejaron de ser para convertirse en símbolos tangibles del poder histórico que muchos cuestionaron. Las de generales confederados, colonizadores, conquistadores y traficantes de esclavos cobraron vida y, con sus miradas, validaron el legado racista y varios siglos de explotación. Fueron al piso —a veces decapitadas— las de Cristóbal Colón, Jefferson Davis, Robert E. Lee, Edward Colston, e incluso las de líderes coloniales británicos y belgas, en Europa. Colón, por mucho, fue el más derribado, quizás porque se alzaba en muchísimas plazas de toda la América Hispana.
El ruido de la piedra o del metal al golpear el pavimento se hizo común. Cada estatua que caía era un acto de justicia poética. Un movimiento radical de tierra en el paisaje moral. Aunque había dos o más bandos, no era el momento de considerar el patrimonio o la herencia histórica. Se libraba una batalla —que parecía grande pero era en realidad bastante modesta— por el derecho a una narrativa propia y por determinar qué debía recordar la memoria colectiva.

Estatua de A. P. Hill, el último confederado en caer de su pedestal en Richmond el pasado mes de diciembre.
Lenin Nolly
El artículo reproducía parte de una entrevista a la historiadora Erin L. Thompson, quien consideró pertinente separar algunas destrucciones de otras. Una, reprobable, por ejemplo, fue la de Palmira, ocurrida entre 2015 y 2017. El grupo extremista Estado Islámico (ISIS) ocupó la histórica ciudad siria —declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO—. Los yihadistas volaron templos grecorromanos, columnas, tumbas y esculturas milenarias, incluyendo el célebre Templo de Bel y el Arco del Triunfo. Quisieron eliminar todo vestigio de lo que consideraban idolatría. Asesinaron además al arqueólogo Khaled al-Asaad, custodio del sitio, y saquearon piezas del museo local para venderlas en el mercado negro. Fue un acto de iconoclasia ideológica y económica que simbolizó una guerra contra la memoria cultural universal.

La estatua de Cristóbal Colón en la ciudad colombiana de Barranquilla (norte) fue derribada el lunes 28 de junio de 2021 por manifestantes, en otra jornada de protestas en el país, informó la Policía. El director de la Policía colombiana, el general Jorge Luis Vargas, dijo a periodistas que ese monumento y otro de la población de Santander de Quilichao, del convulso departamento del Cauca (suroeste), "fueron atacados por delincuentes". El grupo que derribó el monumento en Barranquilla le puso una capucha a la estatua, una soga al cuello, le amarraron cuerdas y jalaron de ella hasta derribarla, mientras gritaban "Colón asesino".
Sin embargo, para ella, destruir las estatuas de Colón o las de los generales confederados fue positivo, sanador, liberador, reparador… The New York Times no pudo, por razones tipográficas o de espacio, incorporar otros verbos emocionantes, tan bellos como pertinentes.
Todo depende de quién le haga la entrevista a quién. Eso parece. En ambos casos, se trata de una agresión a los signos del pasado. La paradoja de la iconoclasia es que la imposición de una verdad renovada exige la destrucción de la que hasta ese momento permanecía vigente. La historiadora reconoce el poder del acto destructivo, pero solo lo valida cuando coincide con sus valores —o los del presente liberal—. Entonces, si el valor de la memoria depende de quién la juzga legítima, ninguna imagen es segura, ningún pasado está a salvo de ser reinterpretado o demolido. Es este un tema muy difícil porque pasa muy cerca de los nervios reactivos a lo que consideramos Justicia. En cualquier caso, es necesario creer que la historia puede ser depurada eliminando sus monumentos.
Cuando vivía en Miami, en la Florida, lamentaba que la ciudad ardiera en un frenesí de renovación. Cambiaban los pisos, las ventanas, los techos; todo parecía recién inaugurado. Por cambiar, cambiaban las cerraduras todas las semanas. Proliferaban cofres de llaves que no abrían ninguna puerta. Por fortuna, los más antiguos residentes de Coral Gables preferían mantenerlo todo tal cual y allí iba a sentir el peso de los años a cada rato.
Todo sería muy sencillo si derribar estatuas fuera solo un gesto político.

Manifestantes derribando la estatua del comerciante de esclavos Edward Colston. The New York Times
¿Destruir o conservar?
Preservar estatuas que determinados grupos consideran ofensivas demanda demasiados recursos, cuidado y un silencio demasiado pesado, difícil de sostener. Son muy vulnerables porque fueron casi siempre erigidas en espacios públicos y como declaraciones de permanencia, fijando una incómoda narrativa en el tiempo y en el espacio. De modo que derribarlas sería como desmontar la ingeniería invisible que sostenía esa visión del mundo.
Quienes no desean preservarlas —reclamando ese espacio, ese pedestal para sus memorias, presencia y otras historias marginadas— deberían también considerar la reescritura efectiva del paisaje que todos vamos a compartir. No es destruir y regresar a casa. Eso no es propositivo. Lo que está en disputa es el recuerdo, la presencia del pasado. En el momento en que muchos monumentos son destruidos se convierten en otra lectura de la historia y, desde la ausencia, empiezan a generar un nuevo discurso.
Han pasado más de cinco años desde que muchísimas estatuas fueron destrozadas. ¿Fueron reemplazadas por otras, más apropiadas? No. Muchas plazas han quedado vacías. Permanecen vacíos los pedestales. Son los símbolos nuevos. Se discutió levantar nuevos monumentos, pero la mayoría de las propuestas se estancaron en debates políticos, presupuestos y miedo a la polémica. Otros optaron por instalar obras temporales. Posiblemente alguien también decidió que no es necesario reemplazar ídolos con otros. Lo que creo es que destruir es más fácil que construir. Cualquier entusiasmo pasajero alcanza para ejercer la violencia contra el recuerdo. Pero para levantar se necesita un entusiasmo sostenido.

La imagen muestra el momento en que se retiró la estatua del general confederado Robert E. Lee en Richmond, Virginia, el 8 de septiembre de 2021. La estatua, que representaba a Lee a caballo, fue erigida en 1890 y era uno de los monumentos confederados más grandes de Estados Unidos. La retirada se llevó a cabo tras años de protestas y una larga batalla legal, ya que la estatua era vista como un símbolo de la esclavitud y la injusticia racial. La decisión de removerla fue anunciada por el gobernador de Virginia, Ralph Northam, en medio de las protestas nacionales por la muerte de George Floyd. El gobernador calificó el monumento como un "monumento a la insurrección confederada
Lo que es incuestionable es que siempre hay una buena razón para destruir, para liberar tensiones que casi nunca tienen mucho que ver con lo que se derriba. Colón lleva cuatro siglos muerto y enterrado. ¿Qué representa, en realidad? Encarna la dominación blanca y europea: la violencia fundacional del colonialismo, los siglos de explotación, esclavitud y genocidio sobre los pueblos originarios de América, el emblema de una conquista que impuso el despojo y el racismo estructural. De regalarle un minuto de conciencia, se asombraría hoy de todo lo que representa. Del navegante que quería pimienta y cardamomo y que vio tierra a través de su catalejo no queda nada.
El mural de Black Lives Matter pintado en grandes letras amarillas en una avenida de Washington, D. C., en 2020 ya no existe. No solo se convirtió en un emblema turístico, un signo de consumo estético —lo vi personalmente en 2021 o 2022—, perdió casi todo su peso político. La nueva realidad obligó a la ciudad a callar el eco inoportuno de la indignación colectiva. Los gestos de resistencia no escapan de la lógica del poder dominante.
Yo vengo de un país que se dio a la alegre tarea de destruir todos los símbolos de su pasado. Cerca de donde vivía, la conocida Avenida de los Presidentes en el Vedado habanero era una exhibición de pedestales vacíos. Tiraron abajo “revolucionariamente” las estatuas de casi todos. Luego pasamos 50 años sin elecciones libres, con un solo presidente, que vislumbró con claridad lo que harían con las suyas. Si alguien sabe de batallas simbólicas es el pueblo de Cuba, hoy uno de los más pobres del planeta. Todavía continúa allí la Batalla de Ideas. Los muertos… solo los pone el pueblo cubano.
¿Adónde fueron a parar los restos de lo derribado?


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