
La Fuente Vaillancourt se completó en 1971 y resistió un potente terremoto en 1989. 'Será la vergüenza de la ciudad de San Francisco si la demuelen', declaró el artista Armand Vaillancourt. Foto de Aaron Wojack para The New York Times.
Nadie me lo contó. A medida que, a lo lejos, vemos las cimas blancas de los sesenta años, además de considerar a toda prisa lo que tenemos por delante, empezamos a calibrar lo que dejamos atrás. Nos ponemos hipersensibles, y el peso de la transitoriedad se instala cómodamente sobre nuestros hombros. De ahí nadie lo bajará. Imaginemos que tenemos más de noventa y solo nos queda la memoria —si es que no se perdió en el camino— y el contrapeso de nuestro legado. Vemos cómo lo más notorio, aquello que podemos considerar nuestra huella, cae en un debate en el cual muchos creen necesario borrarlo de los mapas. Un debate que, piadosamente, podía posponerse para el mes o el año siguiente. Dos o tres a lo sumo. Pero el mundo no puede resistir ni un día más aquello que un día fue motivo de cierto orgullo.
Hay obras que nacen para perdurar y otras que, con el tiempo, se vuelven incómodas. La Fuente Vaillancourt de San Francisco —ese amasijo brutalista de tubos de concreto que una vez liberaba un caudal de agua para desafiar con inocencia a la bahía— pertenece a esa segunda categoría. Su posible demolición vuelve a poner sobre la mesa un viejo dilema urbano: ¿qué hacer con las obras de arte que han perdido su prestigio o su contexto?
Armand Vaillancourt no fue un papanatas. Recibió el Premio Paul-Émile Borduas en 1993, el máximo reconocimiento oficial del Estado de Québec a la trayectoria de un artista visual, con una legitimidad institucional y simbólica plenamente consolidada. Fue, además, nombrado Caballero del Ordre National du Québec en 2004. Al menos en Canadá —un país al que asociamos fundamentalmente con el sirope de arce— fue un escultor respetado, especialmente en la región francófona.
Sin embargo, su proyección internacional está ligada a la Fuente Vaillancourt de San Francisco, instalada en 1971 e incluida en el Atlas of Brutalist Architecture. Siempre fue un artista controversial, sobre todo desde el punto de vista estético. Pero hoy, con todos los debates abiertos sobre los artefactos públicos oftálmicamente tóxicos, la vigencia y el destino del arte urbano moderno, su fuente provoca una vez más reacciones furibundas.

Los escalones y cornisas de la escultura la convirtieron en un lugar de culto para los patinadores durante la década de 1990. Foto de Guillaume Simoneau para The New York Times.
La ruina y el pudor citadino
Concebida como un gesto de monumentalidad moderna, la Fuente Vaillancourt fue insultada, defendida y, finalmente, abandonada. Un día simbolizó el progreso; hoy es un lamentable residuo de urbanismo fallido. Aun así, también puede considerarse evidencia de un contexto ideoestético que sería absurdo ignorar. Casi todas las ciudades del mundo atravesaron su momento de fe en la experimentación y el quiebre. En aquellos años florecía el brutalismo. La arquitectura y el arte público eran irruptivos por vocación. Se exaltaba la materia cruda —el hormigón, el acero, el peso, incluso la sombra, esa materia inmaterial— y la geometría descarnada como declaración ideológica. Incontables espacios acogieron estructuras que desafiaban la escala humana: complejos administrativos de hormigón, monumentos y fuentes que hoy estorban a todo el mundo. Lo feo, hablando solo de lo inanimado, fue considerado —y con alguna justicia— una verdad estética y política. De la misma manera en que hoy lo feo, hablando ya de lo animado, es también una verdad estética y política irrevocable.
En el contexto actual, urge limpiar y despejar, reducir la sobrecarga sensorial para restaurar alguna forma de control. Tomando prestado el término de los manuales de psicología, calificaría esa condición —que no sé si llega a patología— como homeostasis cognitiva social.
Entiendo que la ciudad, como organismo colectivo, busca equilibrio visual, emocional y simbólico. Y la fuente, sin lugar a dudas, es antiarmónica y deliberadamente conflictiva. Es también un conjunto de restos monumentales de la utopía brutalista, desplazada en los años ochenta por la sensibilidad posmodernista. Ante la severidad de aquellos gigantes brutos, la posmodernidad propuso, con lógica y desparpajo, ironía, color, eclecticismo y referencias históricas: todas asumibles para la nueva escala humana.
¿La solución más sencilla?
Demolerla. Desaparecer más de setecientas toneladas de hormigón armado prefabricado es mucho más fácil que intentar entenderlas. Cada generación se reserva el derecho de revisar su iconografía y decidir qué dejará a la posteridad. Ejercer ese derecho priva a las generaciones posteriores de uno similar. En esa revisión, lo “obsoleto” suele ser el espejo que refleja la incomodidad presente. Pero al destruir lo que no nos gusta, rompemos el hilo histórico que pone de relieve las tensiones que nos hicieron posibles y los fundamentos que nos formaron. La belleza urbana no está necesariamente en lo armónico, sino en aquello que, además, tiene la capacidad de sobrevivir al juicio estético del momento.

A lo largo de sus 74 años de carrera, Vaillancourt ha creado obras en metal, madera y hormigón que se encuentran en museos y espacios públicos de toda la provincia francófona de Canadá. Foto de Guillaume Simoneau para The New York Times.
A sus 96 años, Vaillancourt se ve en la necesidad de defender su obra más conocida. Reclama que está viva. Intenta hacernos ver que el arte público no es solo propiedad de quien lo encarga ni de quien lo financia, sino también de quienes lo interpretan de una manera y de quienes lo reinterpretan de otra. Por ahora, sigue siendo un punto de fricción que mantiene despierto el análisis y el debate sobre la memoria colectiva. No solo una fuente seca y fea.
Eliminarla se justifica por muchas razones: riesgo sísmico, deterioro estructural, altos costos de reparación. Pero detrás late un impulso más profundo: restituir el orden visual y simbólico. La ciudad necesita silenciar la disonancia de esa mole de hormigón, vestigio de una utopía modernista de la que casi nadie tiene memoria.
Queda la duda razonable de si el pretexto de la renovación del espacio público no encubre, en verdad, la supresión de la idea de que una sociedad puede ser levantada a través del orden, el concreto y la utilidad. Si no se trata, más bien, de una discreta operación de mantenimiento amnésico: una forma de borrar los errores históricos de concepto bajo el disfraz de la planificación urbana.
Cada generación enfrenta sus desafíos. Puede que nos haya tocado el de aprender a leer lo ruinoso —no todo, por supuesto— como parte de nuestra historia. Y resistir, por otro lado, el reemplazo de todo lo viejo por lo nuevo como instinctus primus.
Cuando era muy joven y mucho más emocional, quedé fascinado con la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche de Berlín. Esta iglesia, construida en el siglo XIX y destruida casi por completo durante la Segunda Guerra Mundial, fue reconstruida entre 1959 y 1963 bajo un criterio que combinó preservación y modernidad. En lugar de demolerla, se decidió conservar la torre original dañada como testimonio del conflicto y erigir junto a ella un nuevo edificio de vidrio y hormigón diseñado por Egon Eiermann. Integró la memoria del pasado con una visión renovada del presente y hoy es considerada un símbolo canónico de reconciliación, un ejemplo de cómo las ciudades pueden transformar la destrucción en un espacio de contemplación y continuidad. Por todo ello, en un mundo que recicla sus íconos con la misma rapidez con que los desecha, preservar lo impopular es —aunque suene como suena— otro acto de resistencia cultural.

Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche: Iglesia Memorial del Emperador Guillermo. Está ubicada en el Breitscheidplatz, en el antiguo Berlín Occidental, y es conocida popularmente como 'la iglesia rota' (die hohle Kirche o der hohle Zahn, 'el diente hueco') por la torre destruida que se conservó como memorial tras los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.







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