
A finales del siglo XIX, un grupo de estadistas japoneses decidió que ya habían tenido todo el shogunato que necesitaban y que, por muy bonitos que fueran los sables y las vainas, era hora de ponerse al día y sintonizar con el resto del mundo. Japón debía modernizarse y usar la rueda para otras cosas. Aquellos visionarios procedentes de los dominios de Satsuma, Chōshū, Tosa y Hizen fueron los arquitectos del Estado Nuevo. Los que considero decisivos: Ōkubo Toshimichi (Satsuma), uno de los líderes más influyentes y el principal arquitecto de las reformas políticas y administrativas; en lo cultural o intelectual fue clave Kido Takayoshi (Chōshū), quien impulsó la abolición del sistema feudal y envió a los primeros estudiantes al extranjero; y, por su parte, Okuma Shigenobu (Hizen), que fundó la Universidad Waseda. Todo esto hubiera sido impensable si Tokugawa Yoshinobu, el último Shogun, no se hubiera rendido para evitar una guerra civil. El emperador Meiji —que, como cualquier otro, ejercía de modo imperial el arte de mirar— se convirtió en el símbolo de la unidad nacional y del fin del shogunato. Su restauración significó el retorno formal del poder al trono.
Todos estos japoneses de lustre sabían que nadie en el mundo afilaba los cuchillos como ellos, pero eso no era suficiente para competir con las grandes potencias occidentales. Habían pasado mucho tiempo mirándose —políticamente hablando— su ombligo nipón, y el mundo les había pasado por la derecha a una velocidad de vértigo.
Después de la Primera Guerra Mundial, Japón envió a sus más aseados y contenidos hijos a estudiar y analizar las costumbres de sus pares alemanes, franceses y norteamericanos. Artistas occidentales fueron, a su vez, invitados a Japón para enseñar sus técnicas. Estos intercambios en ambos sentidos provocaron un interés, nunca antes visto, por lo “moderno”. Al punto que se convirtió en valor, y con él, lo subjetivo, lo abstracto y la mirada hacia los oscuros abismos del hombre.
Con la llegada de las publicaciones occidentales, los japoneses urbanos conocieron el art déco, las películas de Hollywood y las grandes compañías danzarias. Ante la cinética agitación de sus bailarinas, las japonesas clásicas notaron que sus gestos parecían detenidos, sutilmente espasmódicos, calibrados por geometrías ancestrales. Descubrieron que la danza conectaba con lo carnal y lo vital, con el goce como último fin de la experiencia. Y que lo que hacían desde los períodos Nara (710–794) y Heian (794–1185) era más una reverencia al gusto fruncido de los grandes señores feudales que al espíritu primitivo de la expresión. No había manera de que su gestualidad coreográfica dialogara con el mundo que tenían delante sin ser considerada un ejercicio historicista.

Los nuevos lenguajes que comenzaron a dominar la escena del país no escalaron más que a remedos sofocados, desconectados de la sensibilidad japonesa. Cuerpos que, en palabras de Hijikata, “se comportaban como turistas dentro de sí mismos”.
Tatsumi Hijikata, junto con Kazuo Ohno —con el país azotado por la devastación, la censura y la tensión entre tradición y modernidad— fundan el butoh, una ruptura radical con los modos occidentales de concebir lo danzario. Inicialmente llamada ankoku butoh, “la danza de la oscuridad absoluta”, fue una declaración de rebeldía, no solo corporal sino espiritual. Pero, aunque fue un viaje de retorno a los rituales arraigados profundamente en la cultura japonesa, tomaron mucho del expresionismo alemán y de las vanguardias europeas. El resultado fueron coreografías totalmente nuevas, crudas, extremas, resonantes además con la memoria arcaica del cuerpo japonés. Un alfabeto coreográfico que abrazó lo grotesco, lo lento, lo visceral y lo marginal para confrontar —de un modo muy local— el dolor histórico y la belleza que germina de la derrota.
Sobre el escenario, sus cuerpos parecen intervenidos por espíritus ansiosos, por presencias invisibles que hacen carne la memoria. Conectan orgánicamente con las tradiciones corporales que nacen de lo animista, lo rural y lo ceremonial. Generan espacio a la dualidad entre la vida y la muerte que aún late en las aldeas remotas del Japón y que atraviesa toda su cultura. Es la estética del yūgen —lo misterioso, lo sugerido— y del wabi-sabi, la atención a lo imperfecto y lo perecedero. Son las tradiciones que asumen la oscuridad ritual, la contención emocional, la intensidad del gesto mínimo.

Esta teatralidad posee una belleza atemporal y finísima.
Belleza que el fotógrafo británico Tom Johnson conoce casi por azar, por su amiga, la estilista Mari Ohashi. Ella lo introduce en ese universo de cuerpos pintados y cabezas rapadas, donde la intensidad parece brotar de regiones anteriores al pensamiento. Visualmente fue un descubrimiento inesperado, y lo que comenzó como un simple editorial para una revista terminó desbordándolo. Las imágenes le reclamaron espacio. Primero como exposición y luego como libro de fotografías.
Durante dos viajes, armándose de cámaras digitales, formato medio y película de 35 mm, Johnson siguió al butoh hasta lugares que resonaban con su propia oscuridad: montañas, laderas y la isla volcánica de Oshima, donde se tomó la imagen de portada. El movimiento improvisado, central para su práctica, dictaba los ritmos. Johnson proponía agrupaciones; Ishii Norihito —bailarín y coreógrafo japonés perteneciente a Sankai Juku, una de las compañías de butoh más influyentes y reconocidas del mundo— las montaba en coreografías casi espontáneas. El clima y la energía fueron parte del proceso. El azar también bailaba.

Para Johnson era esencial mostrar la cara menos rígida del butoh, más cercana a su vitalidad. Sus fotografías capturan momentos fugaces dentro de escenas cuidadosamente preparadas: bailarines almorzando, montando una patineta, revisando sus teléfonos. En una fotografía, varios de ellos lamen paletas amarillas bajo el sol, con la pintura brillando sobre la piel. Lamenta que “cada vez menos jóvenes se sienten llamados por el butoh”. “Podría desaparecer junto a la generación que hoy lo sostiene”. Añade algo que pocos advierten: en esa danza que surgió de un país herido, hay humor. Un humor extraño, casi espectral, pero profundamente humano.
¿Por qué me extendí tanto para llegar a una exposición de fotografías?
Porque quiero dirigir la atención a lo superficial de nuestras experiencias. Las imágenes que nos rodean, los mismos artistas. Todo cuanto percibimos extiende sus fibras hasta el principio de los tiempos. Cada imagen tiene una anatomía interior inimaginable y lo que hacemos —también porque no podemos hacer un viaje al pasado a cada pestañazo— es estructurar su contemplación con huesitos propios. Yo no dudo que el querido Tom sienta profundamente el butoh, pero no como lo sintieron sus creadores. Para nosotros es un destello que olvidaremos en una hora. Pero el butoh alguna vez se refirió a eso: a lo efímero de la experiencia, a que el dolor es la principal materia prima de lo que somos, que nada ni es simple ni es para siempre.
‘Butoh’, de Tom Johnson, está publicado por Sixteen World; exposición acompañante en la 1014 Gallery, Londres, hasta el 28 de noviembre.









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