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Del gris al rosa no hay más que un paso

Sarah Stolar and the Poetics of Loss

Octubre 11, 2025 | Por R10
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Tal vez sea miembro del Grief Club. Tengo sobre mi escritorio, desde hace varias semanas, un pequeño grabado que me otorga ese privilegio. Verde cobalto oscuro, el número 137 de una edición de 200, firmado por Sarah Stolar. No es una reliquia, ni siquiera un recordatorio de la fragilidad de la existencia. Es la evidencia de que la experiencia artística, cuando nace del dolor, nos orienta hacia un núcleo identitario que resiste incluso en la fractura. En ese acto de volver sobre lo vivido, quizá encontremos reconciliación y paz.

Mi primera impresión del trabajo de Stolar no fue positiva. Pero a los diez minutos de convivir con sus piezas, casi sentí vergüenza de esa primera impresión: apresurada, miope y turbia. Me dejé llevar por lo exiguo del espacio donde está expuesta. El contacto cercano con cada una de las creaciones me hizo ver que el espacio —hacia dentro— se abría en un círculo inconmensurable.

Sarah Stolar

El universo de Sarah se construye sobre un territorio íntimo, donde convergen memoria personal e intención estética. Surge de la pérdida, de la experiencia de acompañar la enfermedad y la muerte de su madre, la artista y educadora Merlene Schain, figura fundamental de la vida cultural de Cincinnati. Esa herencia no solo constituye su linaje sino el punto de partida de una reflexión sobre la continuidad y la ausencia, sobre el modo en que el gesto creativo puede persistir cuando la fuente del impulso original ha desaparecido. Sarah transforma la desaparición en método y la ausencia en resistencia estructurada.

Asumió en 2018 el cuidado de su madre, diagnosticada con Alzheimer en fase avanzada. De esa experiencia nace The Grief Club, un conjunto interdisciplinar de trabajos que presenta en un club nocturno ficticio: una suerte de cabaré del dolor donde la pérdida se trastoca en ritual colectivo. Su impulso creativo se nutre del humor negro y la ironía. Los utiliza para escrutar la vulnerabilidad humana. Inspirada tanto en las vanitas holandesas del siglo XVII —naturalezas muertas que enfrentan el placer de los sentidos con la certeza de la muerte y la fragilidad del tiempo— como en el modelo de las cinco etapas del duelo de Kübler-Ross, la artista transforma esas fases en figuras escénicas: las keening women, plañideras celtas que lloran, bailan y cantan en funerales concebidos como auténticas celebraciones. En su merry wake hedonista, el llanto se vuelve performance y el dolor, exceso. Así encuentra la tristeza su lugar en el escenario.

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The Grief Club —aunque tiene una raíz autobiográfica— trasciende la esfera personal y aborda los traumas contemporáneos. En un contexto marcado por pandemias, guerras, aislamiento y ansiedad política, propone una comunidad simbólica a la que cualquiera puede pertenecer: un espacio donde la pérdida no se disimula ni se reprime, más bien se celebra y comparte. “Live Shows and Private Parties with Your Favorite Keening Women”, reza una pieza, desde la estética del cartel publicitario. “Bar de lamentos con llantos a medida. Membresía siempre gratuita.” La promoción, entre la sátira y el manifiesto, revela la lucidez con que la artista enfrenta el sentimentalismo ordinario. Si podemos celebrar el dolor en lugar de sublimarlo hasta convertirlo en un oscuro homenaje a sí mismo, no necesitamos terapias, medicación o pensamientos positivos. La historia humana recoge muchas otras maneras de sobrellevar la herida: fiesta, sexo, exceso. El dolor sale lo mismo por la puerta que por la ventana. En The Grief Club todas las salidas están abiertas.

Aunque su formación es rigurosamente pictórica y su amor por la tradición del óleo permanece intacto, Sarah Stolar trabaja en el umbral entre lo clásico y lo contemporáneo. Su lenguaje parte de la figuración, pero tributa a un sistema simbólico que entrelaza pinturas, instalaciones, textos, neones, videos e incluso obras comestibles. Un sistema que fuerza el reconocimiento de que todo significado es provisional.

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Teniendo en cuenta este último argumento: ¿la ansiedad por permanecer también lo es? Ese mismo dolor, ¿comparte esa fragilidad, o es tal vez lo único imperecedero? No puedo responder a esas preguntas.

Esa tensión entre lo sagrado y lo irónico alcanza uno de sus momentos más significativos en el diálogo que mantiene con Félix González-Torres, a quien considera un “colaborador desde la tumba”. Al intervenir sus célebres montones de caramelos o al usar su papel como soporte, Sarah prolonga la lección del artista cubano. El acto de compartir y desaparecer puede ser un gesto estético de amor y comunión. En su trabajo, el azúcar es sustancia y metáfora; un modo de degustar el dolor, hacerlo físicamente presente, digerible, incluso dulce.

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En obras como 60 Yards of Feelings, el lenguaje se convierte en materia. Cada palabra, impresa sobre papel japonés, es un vestigio táctil de emoción. Enrollar, apilar o trasladar esos fragmentos equivale a archivar sentimientos, a convertir la memoria en trabajo físico. Este gesto ritual remite nuevamente a las keening women, en cuyas voces la pérdida se transformaba en música y el llanto en comunión. Su creación, al igual que ellas, reivindica la dimensión colectiva del trance. Mejor llorar acompañados.

En sus retratos y autorretratos, la representación del cuerpo es contradictoria. Rostros maquillados, máscaras, lágrimas o disfraces recuerdan la figura del payaso trágico —el que sonríe mientras se descompone por dentro—. Lo teatral encierra la íntima certeza de que el dolor, cuando se expresa públicamente, se convierte en lenguaje. Sarah asume su cuerpo como territorio de tránsito entre lo personal y lo social, entre lo femenino y lo universal, entre su herida y el sentimiento como espectáculo. Si hay una pincelada de feminismo, pero va más allá de lo femenino: tiene que ver con lo que ha sido dañado.

Todo en su discurso, incluso su práctica docente, revela una poética existencial, una ética procesual: “Entra al estudio, haz la obra y deja que te lleve”. Creo que para Sarah Stolar la creación no es una búsqueda de consuelo, sino una forma de permanecer en el mundo, de resistir al silencio que deja la pérdida. Aunque su arte no ofrece directamente consuelo ni redención, recupera un espacio deshabitado en los últimos siglos: una gestión alternativa del sufrimiento. No hay manera de librarse del dolor, de la muerte. Si, por la gravedad, nada escapa de este planeta, caminamos literalmente sobre montañas de vida concluida. Y de ellas nacen todos los días flores.

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